
Buenos Aires, 1972
NIÑEZ
Y ahora, como una llamarada, mientras miro tus párpados tan increíblemente
serenos, surge ante mí el recuerdo de tu infancia, de la que fui
constante compañera y testigo. En la época en que el sol nos
parecía más grande, más encendido, nuestras sombras
en el suelo iban tomadas de la mano. Ahora que te he vuelto a encontrar,
aquel tiempo se me aparece nítido, con sus días en desorden,
porque ¿quién podría ordenar los días de la
infancia, más bien estallidos que se suceden aquí y allá?
¿Te acuerdas de aquella casa de Junín, en la calle Roque Vásquez
86, donde transcurrió parte de nuestros primeros años? Tenía
dos grandes ventanas con balcones. ¿Y aquella otra casa en General
Viamonte, con un monte frutal que nos parecía inmenso y un cerco
de cina-cina? Se me ocurre que la cina-cina enseña a ser humildes;
se cobre de flores amarillas parecidas a las del aromo y tiene hojas como
de helecho, pero aun así no deja de ser pobre, y en invierno parece
tan desesperada mostrando las espinas de su sufrimiento… Allí
había también cinco o seis sauces llorones en fila, algunos
álamos, dos higueras y la hermosa parra que formaba una glorieta
en el fondo, una glorieta que era, en verano, una exhalación de frescura;
y también había tres corpulentos paraísos a un costado
de la casa.
¡Cómo te gustaba subirte a los árboles! Yo te seguía. Aunque menor que yo, las iniciativas eran siempre tuyas. Te veo trepar con una asombrosa rapidez, con destreza. Aunque los árboles fueran altos no tenías miedo: nunca en tu vida tuviste miedo, ni siquiera cuando supiste que ibas a morir. Sin embargo, lo recuerdo ahora de golpe mirando tu frente dulce, hubo una vez que te estremeció un miedo tremendo ante la idea de que un día tu pueblo pudiera volver al desamparo y a la humillación. La idea de que los trabajadores fueran despojados de sus derechos y que los más pobres sufrieran la indigencia te hizo sentir un miedo que desbarataba todo tu valor: te vi llorar lágrimas que te brotaban de ese miedo.
¡Eva, hermana mía! Sé que en todo esto que necesito
expresar, saltaré de un recuerdo a otro, desordenadamente, pero es
que la vida, el dolor y la alegría se ramifican, se entrelazan y
si pretende aislar cada cosa se corre el riesgo de separar los hechos de
su fuente. Quiero que mi recuerdo de ti sea vivo aunque por momentos parezca
un remolino.
Necesito volver a la rememoración de tu gusto por subirte a los árboles
y estar allí horas y horas con una especie de vocación de
pájaro porque era como si anidaras; yo te hacía compañía
y charlábamos interminablemente. Y hasta tal exageración llegaba
esa costumbre, que al atardecer, cuando nos buscaban, lo primero era ir
hasta nuestros árboles predilectos y levantar la vista. Sí:
las dos avecillas estaban en las ramas más altas invariablemente,
con mayor precisión, en alguna horqueta. Te veo hamacándote
en las ramas flexibles de los sauces; parecías tan leve, un gajo
de viento. Y eso es lo que fuiste: un luminoso soplo que durante años
arrasó tanta injusticia y despejó el cielo de nuestra patria.
En los sauces de nuestra casa te balanceabas con gracia y al mismo tiempo
tu impulso era vigoroso como fueron después todos tus movimientos,
tus actos, tus decisiones.
Y ahora descubro cómo muchas de tus cosas de niña anunciaban
de alguna manera tu destino.
NAVIDAD
¿Te acuerdas que mamá no podía comprarnos juguetes?
Una máquina de coser y ella, trabajando de la mañana hasta
pasada medianoche, cubrían nuestras necesidades. Reemplazábamos
el juguete con el mundo mágico de la naturaleza. Estarás de
acuerdo conmigo en que salíamos ganando, y que de alguna manera teníamos
conciencia de ello. Nunca pedías nada, ya que en esa hermosa libertad
entre árboles, hierbas y pájaros, lo tenías todo.
Pero de pronto fueron las vísperas de Reyes.
A los Reyes Magos sí les podías pedir un juguete bellísimo.
El cielo no es mezquino. La expectativa te arreboló; estabas encendida,
como si se te acabara de ofrecer una posibilidad única. Pero no vacilaste;
era lo que querías tener y lo pediste con fervor: una muñeca
de gran tamaño.
La noche de aquel lejano 5 de enero dormiste sin reposo; seguramente el
corazón te latía con fuerza. A la mañana corriste en
busca de tus zapatos dejados en la ventana, y la viste. Quizá te
habrá producido el asombro de una aparición. Era altísima
y realmente bella. Pero tenía una pierna rota.
Mamá te explicó en seguida que la muñeca se había
caído de uno de los camellos, y de ahí su mutilación.
Lo que no te explicó nuestra madre es que había adquirido
la muñeca casi por nada, sólo unas monedas, justamente a causa
de esa rotura. Pero te dijo que los Reyes te la habían traído
para que la cuidaras. Una misión dulcísima.
Te bastó oír esas palabras para desbordarte en el acto de
una piedad llena de ternura, una piedad que buscaba todas las formas de
su expresión. No sabías qué hacer para que en su alma
de juguete la muñeca se sintiera compensada de su desgracia. Le hablabas,
le sonreías, la querías más que si hubiera estado sana.
Elisa le hizo un vestido largo, casi hasta el suelo, para que no se notara
la rotura de su pierna, y con su nuevo atavío la llevábamos
a pasear, una de cada mano. ¡Veo aquello tan nítidamente! Tu
carita vivaz toda preocupación porque el paseo la hiciera feliz.
Acaso ella te sonreía, pero eran tus ojos los únicos que podían
verlo, tus ojos que vieron el fondo de tantos sufrimientos, lo que nadie
percibe.
Cuando la hacíamos caminar con su pierna de pobre muñeca mutilada,
la tomabas con fuerza, cuidando de no tropezar, quizá temerosa de
una segunda caída; y en aquella época a nada te dedicaste
tanto. Cumplías tu misión con fervor y también con
alegría. ¿Intuías acaso que ningún acto de amor,
de solidaridad, debe ser tristes? La alegría es el desprendimiento
luminoso de uno mismo, y nadie puede dares a los demás de otra manera.
Sé qué cantidad de valor tenías que extraer de ti misma
cuando presenciabas la invalidez de un niño. Le sonreías,
le infundías toda la esperanza del mundo con un amor que acaso reconocía
la existencia de una lejana raicilla en la primera piedad que sentiste en
tu vida, quizás aquella vez que tuviste que amparar a una muñeca
caída de un camello.
¿Tembló su imagen en el fondo de tus recuerdos la vez que
un chico inválido, llevado a la Secretaría de Trabajo en brazos
de su padre, te pedía con los ojos que lo ayudaras a caminar?
El chico tenía parálisis infantil, y el padre, un hombre muy
humilde, te pidió los medios para llevarlo a Estados Unidos y ponerlo
en manos de una enfermera que había alcanzado fama por la terapéutica
que aplicaba y que en muchos casos había dado buenos resultados.
Estaba allí el doctor Oscar Ivanissevich y le requeriste su opinión.
El se opuso al viaje y te dio sus razones con estas palabras:
-Señora, es inútil, ya que nada se puede hacer puesto que
la médula está interesada. No hay remedio y sería totalmente
en vano mandarlo.
Pero entonces te ocurrió algo, lo que te sucedía siempre frente
a casos sin solución. En tu niñez y en tu adolescencia una
de tus características dominantes era encontrarle solución
a todo; te negabas a aceptar, desde entonces, la idea de lo insoluble. Aun
frente al desahucio buscabas algo que salvar. Y lo encontrabas. Lo que no
ven los demás. Sin perder un instante le replicaste al doctor Ivanissevich:
- Lo voy a mandar igual. ¿Sabe por qué, doctor? Porque si
no lo hago, este pobre padre se va a quedar con la pena de pensar que por
no tener medios su hijo quedará para siempre paralítico. En
cambio, si va y allí se convence de que nada se puede hacer por el
niño, volverá por lo menos con la tranquilidad de saber que
por su hijo se hizo todo lo posible y tendrá fuerzas para sobrellevar
esta carga tan pesada. ¿No le parece? Quién hubiera ido más
allá en la delicadeza de tus sentimientos? Nadie había advertido
que alrededor de lo insalvable había alguien a quien recuperar. No
pudiste salvar al hijo pero de alguna manera salvaste al padre. Es que nunca
te limitabas a los problemas en sí mismos, y percibías que
detrás de un rostro doloroso siempre hay otros rostros tocados por
el dolor.
Claro que no todo en nosotras dos, las menores, era despreocupación. Nos afligía verla a mama, tantas y tantas horas sentada a su máquina de coser, esa máquina trepidante, obediente a la exigencia de ella, que nos permitió vivir con decoro.
Pero lo que más nos afligió en aquella época fue ver
cómo a nuestra madre empezaron a llagársele las piernas a
causa de los várices. Pero ella no cedía al dolor y continuaba
trabajando.
Sus úlceras eran impresionantes, así como el padecimiento
que le producían. Todas las mañanas teníamos que ayudarla
a levantarse de la cama, haciendo un gran esfuerzo. Y ella con verdadero
estoicismo lo soportaba todo y no se concedía una pausa en su trabajo.
Eramos testigos y partícipes de esa difícil resistencia en
la que no había lugar para una sola queja. Recibíamos cada
día esa lección de entereza moral. A nuestra madre la veíamos
sufrir indeciblemente y, al mismo tiempo, no postergar su deber, no supeditarlo
a su necesidad de reposo.
Cuando el médico le recomendaba el descanso imprescindible para la
curación, ella le replicaba vivamente:
- No tengo tiempo. Si descanso, ¿cómo trabajo, cómo
vivimos? Y cuando años más tarde mama te veía consumirte
en tu vocación de amor por los desamparados, por los seres más
sufrientes del pueblo, y te decía:
- Hija, ¿cómo vas a seguir así? Necesitas reposo. Cada
día vas a estar peor.
En el acto, también vivamente, le respondías:
- No puedo, mama. No tengo tiempo.
EL SEÑOR BUEN DIA
El gesto tuyo espontáneo de acudir en ayuda de los necesitados fue
uno de los rasgos constantes de tu niñez. Fue también un signo
de nuestro hogar. La gente sabía que nunca se golpeaba en vano la
puerta de la casa de los Duarte.
¿Recuerdas al viejito Buen Día? Era uno de esos seres que
a fuerza de sufrir y humillarse parecen cargar con más años
que los propios, venir desde un tiempo lejanísimo en donde todo se
ha convertido en residuo menos la humildad. ¡Parecía tan desamparado!
Sus ojos habían salvado una luminosa dulzura, como si todavía
tuviera algo que agradecerle a la vida. Pedía limosna. Y en cuanto
llegaba eras la primera en correr a atenderlo.
Si venía por la mañana, saludaba con un “¡Buen
Día, m’hijitas!” y si a la tarde, también con
un tembloroso “¡Buen Día!”
Y si venía al anochecer, también decía “¡Buen
Día!” Eras tan ocurrente, Eva, que lo apodaste el viejito Buen
Día. Nada más acertado, ya que esa fórmula de salutación
era lo que en mayor grado lo caracterizaba. Para él, que había
acumulado tanto tiempo, sólo existía el día, sin divisiones;
quizás para él hubiera sido mayor carga recorrer el itinerario
de la mañana, de la tarde, de la noche. Quizá sucede eso cuando
sólo se comen mendrugos.
El hecho es que cuando él llegaba, no sólo eras la primera
en salir a atenderlo, sino que promovías un verdadero revuelo en
la casa, corriendo agitada, para que mamá te diera algo para el viejito
Buen Día. Y ella, que tenía que hacer el milagro cotidiano
para que en el hogar no faltara lo indispensable, no dejaba jamás
de socorrerlo. Recuerdo que corríamos felices con la ayuda, pero
como eras más ágil y ligera que yo, siempre llegabas primero.
Ahora sé que fue tu corazón y el profundo amor que tuviste
por los desamparados lo que te hacía llegar antes. Ahora lo sé.
Nadie sabía, o al menos nosotras no sabíamos, dónde
vivía el viejito Buen Día, de dónde venía, quién
era… Tal vez un matorral era su vivienda, tal vez la soledad era su
familia. Se trataba, sin duda, de uno de esos seres a quien la sociedad
va expulsando de sí, como si hubiesen dejado de ser humanos, aunque
él aún guardaba fisonomía de hombre, desdibujada por
las vicisitudes y los pesares, aunque todavía sabía saludar
a los demás con su ¡Buen Día! El hecho es que fue el
primer viejo en desamparo que despertó tu piedad y tu necesidad de
socorro.
El primer Hogar de Ancianos que corporizó esa suma de derechos en
el ambiente luminoso y alegre que tuvieron todas tus instituciones, fue
el de la localidad bonaerense de Burzaco. Le sucedieron los de Córdoba,
Santa Fe, San Juan, Tucumán, y Comodoro Rivadavia. La clásica
concepción del asilo, sombrío, inhóspito, con un aspecto
de lugar de castigo, fue desbaratada por tu ternura. Colores claros, mucha
luz a través de grandes ventanales, verdor en torno, es decir, un
sitio para seguir viviendo y no para esperar la muerte.
Después vinieron los otros, hasta llegar a los “Derechos de
la Ancianidad” a la asistencia, a la vivienda, a la alimentación,
al vestido, al cuidado de la salud física, al cuidado de la salud
moral, al esparcimiento, al trabajo, a la tranquilidad, al respecto.
Estoy segura que cuando estableciste estos derechos innegables a una sociedad
que quiere ser justa, la figura quizás borrosa, pero aún viva,
estremecida de aquel limosnero, de aquel viejito Buen Día, como atinaste
a bautizarlo, debió surgir de tu memoria, flotar en ella. Pienso
que lo recordaste, pesarosa acaso de que él no pudiera ampararse
en tales derechos, salir de su soledad y de su itinerario de tantas puertas
golpeadas. Tal vez esperaste verlo el día de la proclamación
del Decálogo que contenía los Derechos de la Ancianidad, acercándose
a ti, simplemente para decirte: “Buen día… m’hijita.”
ADOLECENCIA
Blanca se recibió de maestra y empezó a ejercer en el colegio
de las monjas; Elisa continuaba empleada en el Correo y Juan trabaja en
la farmacia principal del pueblo.
Todo ello significaba que nuestra situación económica había
mejorado. Yo acababa de ingresar en el Colegio Nacional y tú, Eva,
estabas aún en la escuela primaria.
Yo pertenecía a la comisión del Centro Cultural y de Arte
de los estudiantes. Editábamos una revista y hacíamos representaciones
teatrales; todos los años poníamos en escena dos o tres comedias.
Y aunque no pertenecías al colegio secundario, venías a ayudarnos
y a actuar con nosotros. ¡Te sentías tan feliz sobre el escenario!
Tu sueño de ser artista, ya despuntado en tus primeros años
de infancia, empezó así a ser real, a tornarse más
fervoroso.
Te encantaba leer y recitar poesías.
En Junín había una casa de música que había
instalado un altoparlante en la calle, y muchachos y muchachas declamaban,
cantaban, decían monólogos. Por vez primera y a través
de ese altoparlante tu voz abarcó un área espaciosa, la de
parte de Junín, unas cuantas cuadras a la redonda. Años más
tarde tu voz abarcaría el país entero, y tus palabras llegarían
a todo el mundo.
Coleccionábamos fotografías de artistas ya desde chicas. Y
también trabajábamos. Nuestra madre, que había sufrido
cambios de fortuna y afrontado situaciones duras, sacrificadas, nos impuso
aprender las tareas de la casa, que ocuparon un sitio en medio del vaivén
de nuestros juegos y de todas las figuraciones que encendía nuestro
deseo de ser actrices.
Y ocurrían cosas como ésta: cuando me tocaba a mí secar
los platos te ofrecías a reemplazarme en la tarea a cambio de la
fotografía de un artista para completar tu colección. Tener
que secar los platos no nos gustaba a ninguna de las dos; lo que preferíamos
en cuanto a obligaciones era estudiar y hacer los mandados. Sin embargo,
parecías tan entusiasta al ejecutar ese trabajo que dabas la impresión
de estar haciendo algo fascinante, quizás debido a la gracia de tus
movimientos que no provocaron nunca, pese a su rapidez de verdadero vértigo,
la rotura de un solo plato. Después corrías a guardar el rostro
recortado de una revista, el rostro casi ilusorio de un actor, de una actriz,
soñando seguramente con un escenario. Algunos años más
tarde ese empecinamiento tuyo por el arte, esa vehemencia que se sostenía
y que nada conseguía debilitar, te llevó a resistir la oposición
de nuestra madre. Es que ella quería salvarte de todo riesgo; además
había consolidado de tal manera en nuestro hogar una paz luminosa,
una paz de pequeño paraíso, que la sola idea de imaginarte
lejos de ese ámbito protector la sobresaltaba. Porque era grande
el alejamiento que tu vocación te imponía: querías
irte a Buenos Aires. Sólo en la gran ciudad podías encaminarte.
El conflicto persistía. ¿Cómo disuadirte de tu determinación?
¿Quién pudo, en toda tu trayectoria, debilitar siquiera una
convicción tuya? Cuando llegabas a la conclusión de que debías
realizar algo que en ti había cobrado vida, tu voluntad se volvía
imbatible. Sólo así pudiste hacer tu obra. Tenías el
ardoroso empecinamiento de los predestinados.
No obstante, nuestra madre, a fuerza de salvaguardar esa seguridad nuestra
que ella había construido, día a día esforzadamente,
no accedía a tus súplicas. Pero cuando sintió que su
negativa perdía firmeza le comentó tu deseo de ser actriz
al doctor José Alvarez Rodríguez, rector del Colegio Nacional
de Junín, y viejo amigo de la familia. Y éstas fueron sus
palabras:
- Doña Juana, éste es el consejo que le doy: los padres no
deben torcer nunca la vocación de sus hijos. Deje a su hija que vaya;
si fracasa no tendrá de quien quejarse, y si triunfa, mejor para
ella. Usted habrá procedido como debe, no torciendo su camino.
Tanto insistió el rector que mamá a regañadientes te
llevó a Buenos Aires. Te acompañó ella misma a Radio
Nacional. Se propalaba una audición en homenaje a la ciudad de Bolívar
y te hicieron declamar con micrófono abierto. Recitaste una poesía
de Amado Nervo que siempre te conmovió hondamente, que quizás
te planteó uno de esos grandes interrogantes que se forman en uno
en la adolescencia. Se trataba del poema “¿Adónde van
los muertos?”
Lo recitaste con tal estremecimiento de tu sensibilidad, desentrañando
tan patéticamente su contenido, que el director de Radio Nacional,
que entonces era Pablo Osvaldo Valle, que te había oído, pidió
que te condujeran a su presencia.
Entraste en su despacho acompañada por mamá. Instantes después
firmabas un pequeño contrato. Todo ocurrió tan rápidamente,
todo respondió de tal manera a lo que esperabas, que se hizo inevitable
tu permanencia en Buenos Aires, en donde te quedaste en casa de los Bustamante,
viejos amigos de nuestros padres. En cuanto a mamá, volvió
sola a Junín, furiosa con el rector del Colegio Nacional, furiosa
con todo el mundo.”
Nota:
En muchas biografías de Evita, los autores sostienen que ella fue
a Buenos Aires con Agustín Magaldi, un cantor de tangos.
Pero… “los diarios juninenses Democracia, La Verdad, El Amigo
del Pueblo y Orientación no registran la presencia de Magaldi en
Junín en los años 1934/35. ¿Omitirían justamente
esta presencia cuando sus páginas nos hacen saber de la de todo artista
llegado de la capital para actuar en el Teatro Italiano, en el Crystal Palace
o en los clubes sociales? Ciertamente no.
“Según Roberto Dimarco, el cantor [Magaldi] estuvo allí
en tres oportunidades: abril de 1929, diciembre de 1936 y marzo de 1938.
En esos años Eva no estaba en Junín.” (See Noemí
Castiñeiras, El Ajedrez de la Gloria: Evita Duarte Actriz (Buenos
Aires: Catálogos, 2002), 27) Eva y Magaldi no estuvieron en Junín
al mismo tiempo, aunque es posible que se hayan conocido en Buenos Aires,
ya que los dos trabajaron en Radio París.
“La revista Antena se hace eco del éxito de las ‘interesantes
actuaciones dedicadas a la ciudad de Bolívar’ que vienen emitiéndose
por L.R. 10 (Revista Antena, October 6, 1934), cuyo director artístico
era Pablo Osvaldo Valle” (Castiñeiras, 27).
Evita dijo diez años después: “Siempre recuerdo
con profunda emoción mi primera actuación en radio. Yo era
muy niña y comencé a recitar ante el micrófono de Radio
Nacional. Todavía no me explico bien cómo pude vencer la nerviosidad
del debut.” (Castiñeiras, p. 26).