La historia no tiene final. Su posible extinción se encuentra mucho más allá del horizonte humano. De allí que ninguno de sus acontecimientos puedan interpretarse como el hito definitivo -el punto final- en el devenir de los pueblos. Ningún triunfo resulta concluyente, y no existen las caídas irreparables. Es este el eterno enigma de la Historia, que, al igual que la mitológica esfinge, sólo proporciona esotéricas claves para encontrar su hilo conductor.
Todo proceso revolucionario sufre tropiezos, grandes o pequeños, pero difícilmente insalvables, aún cuando sortearlos consuma tiempo y/o sangre. Los proyectos liberadores avanzan en zig-zag, aunque montados sobre una tendencia ascendente. Sus "subas y bajas" obedecen a múltiples causas, que admiten, no obstante, aglutinarse en dos grupos perfectamente diferenciados: el avance del enemigo y el propio retroceso.
Paradójicamente interrelacionados, ambos motivos son muchos más que la explicitación de una verdad de perogrullo; representan las contradicciones propias del permanente esquema dialéctico que enmarca el accionar de las comunidades humanas a través del tiempo. El planteo peronista había irrumpido en la Historia a partir del protagonismo popular, inducido por la interacción recíproca entre pueblo y conductor; conductor y pueblo. Allí está, para cristalizar el avance, la presencia del Líder, no como ordenador inapelable, ni en el papel de figura pasiva movida por los vientos de la decisión popular autónoma, sino influyendo para despertar la fuerza profunda de los postergados y su conciencia de que tal fortaleza existe, y tiene la potencia necesaria para cambiar el destino.
Este no es más que el sentido elemental de la participación: los pueblos actúan en el margen de lo probable, no se suicidan estrellándose contra lo imposible. Su heroísmo pasa por la lucha permanente y sin cuartel, pero en las condiciones, el momento y el lugar que aseguren las mejores probabilidades de victoria.
La ofensiva liberadora se cimentó sobre la democratización del poder y su ejercicio efectivo par las Organizaciones Libres del Pueblo. No fue, por cierto, la simple exteriorización del mero poder electoral, sino el reconocimiento de que el auténtico poder se fundamenta no en el "uno más el otro" del comicio, y si en el "uno organizado con el otro" que constituye el entramado del protagonismo popular dirigido a desembarcar en el porvenir.
No nos cansaremos de repetirlo, porque, en el fondo, esta es una constante en la estructura transformadora de la Doctrina de Perón: la prioridad de la organización revolucionaria por encima de la sumatoria electoral. La legitimización institucional no puede reemplazar a la sustancia histórica, y tampoco ubicarse sobre ella.
Ahora bien, este mismo proceso llevaba en su seno las motivaciones que determinaron su aparente agotamiento, las cuales se comenzaron a manifestar ya en el inicio de la decada del ´50. Y si hacemos hincapié en ellas -desechando el análisis casi obvio de las intenciones imperiales de recuperar terreno-, deberíamos destacar aquellas que pueden considerarse "congénitas" en todo proyecto trascendente en cuanto al abandono de la dependencia, en contraposición a las causas "adquiridas" o puramente coyunturales.
Entre las primeras se pueden señalar la "burocratización" de la propuesta revolucionaria, la anomia que comenzó a invadir a las Organizaciones Libres del Pueblo, el desgaste doctrinario por el deterioro de la convicción estratégica, y el consiguiente incremento de la valoración de lo solamente electoral.
En el ámbito de lo táctico cabe apuntar el renunciamiento de Evita y su casi desaparición física la defección militar, el descuido de la unidades básicas como elementos de ocupación y control territorial, y el fracaso en montar una conveniente estructura de autodefensa por parte de las organizaciones políticas y sindicales que respaldaban los objetivos revolucionarios.
La conjunción, con mayor o menor intensidad, de estos hechos fue ocasionando una lenta erosión que la dirigencia intermedia no supo ni detectar ni contrarrestar. Así se dio una circunstancia desgraciadamente común en la evolución de los pueblos dependientes hacia su autodeterminación: ante la bifurcación del camino se tomó el sendero del abismo creyendo que llevaba a la cumbre.
Comenzó una caída que ya no se detendría hasta los luctuosos sucesos de septiembre de 1955. La lección fue dura, y muy difícil de remontar. No se ahorrarían ni la sangre ni el tiempo. Sufrimientos y desesperanzas jalonaron, por dieciocho años, el duro tránsito de los argentinos. El inapelable dramatismo de la historia se encargaría de demostrarlo. Y sus lecciones no resultan gratuitas: los pueblos que no las aprenden están condenados a repetirlas.