Con la designación de Alvaro Alsogaray al frente del ministerio de Economía, Frondizi ha efectuado una concesión casi impensable a los militares gorilas que custodian el rumbo de su gobierno. Espera -como lo dirá más tarde- obtener la estabilidad política necesaria para llevar adelante el proceso de desarrollo planteado: todo lo sacrifica, pues, a los objetivos económicos. Pero se trata de un despropósito: justamente, está poniendo en manos enemigas los resortes de la economía, que es lo que pretendió preservar. No es extraño que, con semejantes maniobras, Frondizi ganara esa fama de maquiavelismo y duplicidad que ya no lo abandonaría.
Perón, por su parte, había perdido toda esperanza, no ya en la capacidad, sino en la voluntad de Frondizi de cumplir lo acordado. Pero el presidente resultaba también poco confiable para los oficiales antiperonistas: no le perdonarían su "pacto con el diablo", aunque periódicamente les ofreciera en sacrificio la renuncia de algunos de sus colaboradores. La estabilidad política ansiada por Frondizi se revelaba, pues, imposible.
El 24 de julio, el nuevo secretario de Ejército, general Anaya, procedió a designar comandante en jefe del arma. De acuerdo a sus estrictos criterios reglamentarios, su elección recayó en el oficial en actividad más antiguo: el general Carlos Severo Toranzo Montero.
Desde el punto de vista político, la elección no podía ser más desdichada para Frondizi. El nuevo comandante era un gorila recalcitrante: ferviente anticomunista, creía que el peronismo era "un conglomerado de delincuentes vinculados entre sí con sentido de poder" y que se proponían "retornar al estado totalitario".
Es imaginable lo que podía pensar de un presidente que había alcanzado el gobierno pactando con el jefe del "conglomerado de delincuentes". Se sentiría, pues, comprometido a vigilar de cerca la acción de Frondizi, para garantizar el regreso a los objetivos trazados por la Revolución Libertadora, de los cuales -entendía- se había apartado el gobierno. Esa "doctrina de la vigilancia" sería compartida por gran parte de sus camaradas de armas.
Frondizi había aprobado la designación, acordando previamente con Anaya que el nuevo comandante no efectuaría cambios de personal en la fuerza. Sin embargo, Toranzo Montero no estaba dispuesto a sujetarse a tales limitaciones: deseaba limpiar los mandos de partidarios del ex subsecretario Reimúndez, reemplazándolos por hombres que merecieran su confianza. Los relevos que efectuó lo enfrentaron con el general Anaya, que no vaciló en destituírlo el 2 de septiembre, designando en su lugar al general Pedro Castiñeiras.
Sin embargo, catorce generales en actividad, partidarios de Toranzo Montero, se opusieron a su relevo y así lo comunicaron por radiograma a las guarniciones. Anaya los arrestó, pero ya la guarnición de Córdoba se había plegado al pronunciamiento. Alentado, Toranzo Montero se atrincheró en la Escuela de Mecánica del Ejército y anunció que reasumía su cargo. Anaya, que contaba con el apoyo de Campo de Mayo -y con la aparente decisión de la Marina y la Aeronáutica de participar en la represión-, envió tanques y tropas con el propósito de aplastar la rebelión. El enfrentamiento parecía inminente, pero Frondizi optó por ceder una vez más.
Para no provocar derramamientos de sangre -diría más tarde-, convocó a Toranzo Montero a la Casa Rosada, utilizando al general retirado Rodolfo Larcher como mediador. Al obtener del rebelde la seguridad de que no se proponía "menoscabar el orden constitucional", decidió sacrificar a Anaya reemplazándolo por Larcher, al tiempo que Toranzo Montero quedaba como comandante.
Con esa maniobra, Frondizi perdería también el respeto de los militares legalistas: apoyar al presidente equivalía a ser entregado por éste "en prenda de paz".