El triunfo de Andrés Framini en las elecciones de marzo de 1962 significaron el final de la ilusión desarrollista.
Para el país “gorila” era impensable entregar la principal provincia del país al peronismo, nada menos que a un sindicalista y para colmo ¡del ala progresista!
Los libertadores deberían recurrir a nuevas formas de proscripción para impedir el regreso del peronismo al poder. No importaba que en su descaro fueran destrozando la formalidad institucional del estado, ante nuevas generaciones de ciudadanos que veían pasar los gobiernos títeres y eran espectadores de un insólito espectáculo donde en nombre de la democracia, la verdad y la libertad, se proscribía a la mayoría popular, se asesinaba y torturaba a estudiantes y obreros, generando las bases para la descomposición social del país, sembrando las raíces de una guerra civil embozada.
En su facciosa actitud seguirían contando con la colaboración de una clase política decadente e inmoral y el concurso institucional de la clase intermedia argentina que con tal de satisfacer sus apetencias personales -como acceder a una presidencia, una diputación, un juzgado o una embajada-, no le importaba envilecer las instituciones de la nación, -sus partidos políticos, su iglesia, la justicia, las fuerzas armadas- haciéndolas cómplices de ese proceso degradante que motivarían en las próximas generaciones un lógico rechazo y desprecio visceral
A los desarrollistas le siguió la marioneta de Guido y el insólito enfrentamiento de las distintas facciones de las fuerzas armadas que se dividían y combatían entre sí para dilucidar como frenar el peligro del peronismo.
La población seguía atónita los acontecimientos casi como una distracción divertida, sino hubiera provocado la muerte de soldados inocentes y la pérdida de instalaciones militares y material bélico usado en la esquizofrénica discusión.
A través de la política económica instrumentada por sus ministros de economía Federico Pinedo primero y Alvaro Alsogaray después, se intentó según Aldo Ferrer: “...desarticular definitivamente el movimiento obrero, reinstalar los mecanismos de poder económico y la distribución del ingreso vigentes antes del peronismo y asentar a la economía argentina, nuevamente, en el sector agropecuario exportador y en los grupos comerciales y financieros ligados a ellos".
Luego, el ministro del interior Perkins ensayaría una nueva alquimia e impulsaría una reforma electoral parecida a la ley de lemas uruguaya que permitiría -según sus cálculos- por medio de alianzas entre partidos, vencer al peronismo. De esa forma lograría convencer a Guido que llamara a elecciones presidenciales para abril de 1964.
Para las elecciones presidenciales, Perón había sugerido desde España construir un frente que incluyera al desarrollismo y los Conservadores populares. Sin embargo, el General Osiris Villegas desde el ministerio del interior a través de dos insólitos decretos ley, hace imposible la postulación de los candidatos de la Unión Popular y demás partidos de “inspiración peronista” a cargos ejecutivos. Decenas de candidatos provinciales son inhabilitados y el mismo Solano Lima es cuestionado.
Tal es el despropósito y el escándalo, que sorprende a la misma dirigencia radical que no pensaba que podría tener posibilidades de triunfo y había motorizado como candidato de la nación a un humilde e intrascendente médico cordobés: el Dr. Arturo Illia.
Sin otra alternativa Perón ordenó el voto en blanco, pero la postulación de Aramburu -el candidato de la "libertadora"-, marcó con su impronta los comicios de julio de 1963. Mientras los sectores gorilas se volcaban en su apoyo, gran parte del país buscó votar en su contra. Así, muchos peronistas desoyeron la orden de Perón y sufragaron por Illia o Alende en procura de un voto "útil" contra el “fusilador del 56”.
Con el 25% de los votos y con una proscripción escandalosa el radicalismo accedía a su tan ansiada presidencia. Casi 2.000.000 de argentinos habían votado en blanco porque sus candidatos habían sido proscriptos. Otros entregaron sus votos a Illia o Alende como un mal menor, para cerrar el paso a Aramburu.
El radicalismo del pueblo aprovechaba la proscripción de la fuerza política mayoritaria para llegar al gobierno. Se enmarcaba así en el fraude, convirtiéndose en cómplice y usufructuario del mismo. Repetía -con agravantes- la maniobra de la que él mismo había sido objeto en la década del 30', al vetarse la fórmula Alvear-Güemes en favor de Justo-Roca. En esa oportunidad, los radicales habían reprochado largamente a demoprogresistas y socialistas, la concurrencia al comicio, que cohonestaba la burla a la voluntad popular. Ahora hacían otro tanto, pero eran ellos los que imponían un presidente mal elegido.
Con toda justicia Perón declararía en Madrid respecto de los comicios de julio de 1963: “... quedarán en la historia política argentina como un modelo de arbitrariedad y descarada simulación. En ellas se convirtió la mayoría en minoría y se obligó al pueblo a optar entre hombres repudiados, al tiempo que se proscribía, no a un hombre o a un partido, sino a toda la opinión pública nacional. Como consecuencia de este episodio, el país dispone hoy de un gobierno fantasmal, cuya representatividad efectiva ni se acerca siquiera al veinte por ciento del electorado argentino".