Por alguna razón no aclarada -acaso presionado por su familia- Duarte abandonó La Unión poco tiempo después de nacer Eva.
Regresó a Chivilcoy y dejó a doña Juana y sus cinco hijos pequeños sumidos
en el desamparo. Las cosas cambiaron entonces bruscamente y la familia debió
afrontar necesidades y penurias. No era fácil procurarse recursos para alimentar
cinco criaturas.
Allí debieron aflorar la voluntad y el temple de la madre de Eva: empezó a coser incansablemente para ganarse el sustento. EI sonido ininterrumpido de su máquina podía escucharse hasta altas horas de la noche. Pero la clientela que podía hallar en General Viamonte no era mucha, ni pagaba demasiado.
Pronto debieron mudarse a una vivienda más modesta, situada en las afueras del pueblo y próxima a las vías del ferrocarril, ese camino de hierro que vinculaba con Buenos Aires y que más tarde tentaría a la pequeña Eva, como forma de escapar a la chatura del ambiente pueblerino.
Eran años difíciles para doña Juana y sus hijos, como lo eran para la gran
mayoría de la gente trabajadora y humilde.
Sin embargo, el país se beneficiaba de la relativa prosperidad de la postguerra. Se vivía una época de cierta bonanza económica -que la crisis del 30 quebraría súbitamente- y parecían haber quedado atrás las conmociones sociales de los primeros años del siglo.
Yrigoyen había terminado su primera presidencia en 1922 y había ungido a
su sucesor: don Marcelo de Alvear, un dandy más afecto a la vida desenfadada
de París que a los desvelos de la política. Y don Marcelo -elegante, alta
estatura, calva reluciente- ya gobernaba el país.
Tras los sofocones de la etapa yrigoyenista, la oligarquía respiraba confiada: ahora mandaba un radical, pero un radical "presentable", un hombre que -por sus orígenes y fortuna personal- pertenecía a sus filas. Y el partido radical ya se dividía entre los incondicionales del viejo caudillo -los "personalistas"- y el grupo "azul", que rodeaba al presidente Alvear.
Los esfuerzos de doña Juana permitían subsistir a la familia, aunque no sin
estrecheces. No obstante, la pequeña María Eva -o Chola, según la apodaban-
crecía dedicada a los juegos con sus hermanos, según correspondía a su corta
edad, ajena a esas urgencias económicas. Urgencias que, sin embargo, también
la alcanzaban: sería la suya una infancia de pocos juguetes, porque el presupuesto
familiar no alcanzaba para eso.
Pero los niños todo lo suplen con la imaginación y Eva la tenía: con sus
hermanos Erminda y Juan inventaban juguetes y el terreno de la casa, limitado
por un cerco de cina- cina, se convertía en mágico escenario de sus travesuras
infantiles. "Allí jugaba a la mancha y a las escondidas, correteaba con
su perro León, remontaba los barriletes que Juancito le armaba y sobre todo
inventaba juegos.
Un día, las dos hermanas ayudadas por Juan construyeron un circo. Instalaron un trapecio en unos paraísos al costado de la casa y con unos caballetes y un caña grueso armaron una especie de cuerda floja por la que se paseaban haciendo equilibrio. La función se completaba a menudo con Evita disfrazada de payaso, haciendo piruetas ...". (4).