La tarea de Ara había finalizado sin que el monumento proyectado estuviera listo, ni se hubieran comenzado los trabajos. La comisión sólo pudo adelantar un informe sobre las dimensiones que tendría, el número de ascensores previsto y los materiales a utilizar. Esa circunstancia motivó la oferta de Ara para continuar ocupándose del cadáver hasta tanto se le diera destino definitivo. En una antesala se dispuso una especie de capilla con luces tenues y un crucifijo, donde fue colocado el cuerpo y pudo acudir la familia de Eva para rezar. A Perón le fue habilitado un ascensor especial desde la planta baja del edificio: en el tiempo que medió hasta su derrocamiento, concurrió en tres oportunidades a visitar el cadáver de Eva.
La primera vez que lo vio quedó profundamente conmovido. Más tarde escribiría
al respecto: "Tuve la impresión de que dormía. No podía retirar la vista
de su pecho porque de un momento a otro esperaba que se levantase y que se
repitiera el milagro de la vida. Eva vestía una túnica blanca, muy larga,
que le cubría los pies desnudos. Sobre la túnica, casi a la altura de la espalda,
lucía el distintivo peronista en oro y piedras preciosas que llevaba en vida.
Las manos salían de las amplias mangas y estaban unidas; entre las manos tenía
un crucifijo. Su rostro era de cera, lúcido y transparente, los ojos estaban
cerrados como en un sueño. Sus cabellos bien peinados la hacían radiante."
El cadáver estaba extendido sobre un minúsculo lecho forrado de raso y seda dentro de una campana de vidrio (...). Alargué la mano pero la retiré de inmediato; temía que el calor de mi mano la redujera a polvo como sucede con el aire en los sepulcros antiguos.
Ara se me acercó y me dijo en voz baja: No tema.
Está tan intacta como cuando estaba viva". (3).