La política de neutralidad del gobierno de Castillo había provocado el nacimiento de una incipiente industria nacional y la necesidad de mano de obra generó una corriente inmigratoria interna que atrajo a Buenos Aires a millares de trabajadores. Nuevas caras comenzaron a verse los domingos en los bosques de Palermo, rostros morenos, aindiados, plenos de curiosidad e inquietudes.
Los primeros en llegar fueron los más jóvenes, los más audaces, que no se resignaban a la desesperanza y la miseria que les deparaba el interior. Luego fueron trasladando al resto de sus familias, y así, lentamente, pedazos de Santiago del Estero, Tucumán, Catamarca y de todas las provincias argentinas, fueron rodeando a la altiva capital.
También bolivianos y paraguayos, todos descendientes de pasados orgullos federales, donde se mezclaban viejos apellidos españoles con rasgos de dudosas princesas indias.
Silenciosamente fueron rodeando la vieja ciudad de empleados públicos, politiqueros y administradores de intereses foráneos.
Como era de esperar, lo nuevo y lo viejo no pudieron entenderse, ¡Cabecitas negras! Gritaban los barras del centro. ¡Porteños! Murmuraban los recién llegados.
Una nueva vida comenzó a latir en el Gran Buenos Aires, allí en las afueras, en el mismo lugar donde debieron retirarse los fundadores de la Santísima Trinidad, desplazados por los contrabandistas y comerciantes del Puerto de Santa María del Buen Ayre; desde donde arrancaron los quinteros y peones encabezados por Quintana su marcha sobre el centro para poner “en caja” las aspiraciones probritánicas de los morenistas; en el lugar que acamparon los “restauradores” de la huelga general, que dejando vacía la ciudad se reunieron en defensa de Juan Manuel de Rosas.
Sus puntos de reunión social fueron las peñas folklóricas, donde se desgranaban ritmos de tierra adentro, y nuevos poetas e intérpretes cantaban aventuras comunes:
“Me vine pa’ Buenos Aires
pensando volverte a ver
las porteñas son tan lindas
quién sabe si he de poder …”.
La nueva ciudad comenzó a crecer sin ser reconocida por la argentina visible de entonces. No la representaban ni los viejos dirigentes sindicales, ni los diarios, ni las radios, ni los políticos de la Década Infame.
Ambas ciudades vivieron indiferentes durante una década, una en su habitual rutina colonial de ciudad administrativa y burocrática, la otra industrial, progresista, audaz y vital. Tarde o temprano habrían de enfrentarse.
Una representaba a la vieja argentina, agotada por el fracaso de sus dirigentes políticos que no pudieron acertar el camino y la condenaron a la administración bucólica y colonial.
La otra era el futuro, el ánimo de progreso, el espíritu de aventura. Sólo faltaba quien la representara, quien se animara a romper con las normas políticas liberales y de esa forma pusiera en marcha esa extraordinaria fuerza transformadora, y esa persona no tardaría en llegar…