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La marcha sobre Buenos Aires. Tropas del ejército entran en Buenos Aires.Militantes nacionalistas incendian tranvías y ómnibus de la Corporación de Transportes. |
A las nueve y veinticinco, Rodolfo Márquez informa a Castillo que no era posible resistencia al alud que se desplomaba desde Campo de Mayo. “Me han entregado la defensa demasiado tarde.” Bassi es abiertamente desacatado en Palermo; la aeronáutica y el Colegio Militar no se mueven. Solamente el Departamento de Policía está en pie de guerra para defender al presidente. Castillo ordena a Bassi y a Martínez que suspendan las medidas defensivas.
Serían inútiles. Dice a sus ministros presentes que se embarcará en el rastreador Drummond, que desde las seis calienta sus calderas en la dársena D. Entiende que la Marina es legalista y espera el apoyo de las guarniciones del interior. Invita a los ministros a acompañarlo.
Estos van a sus casas a buscar ropas de abrigo dado el intenso frío de esa mañana de junio.
Castillo, acompañado de sus hijos y de amigos políticos y personales que quieren despedirlo, va a la dársena D. se embarca en el rastreador; los ministros llegan con tanto retardo que uno de ellos —Culaciati— debió ser izado cuando el buque estaba en marcha.
Las tropas de Campo de Mayo llegan a la avenida de Circunvalación (General Paz); y de allí se desplazan hacia el río. Las de Ciudadela y Liniers entran por la calle Rivadavia; las del Arsenal circundan el Departamento de Policía (que tiene orden de no resistir).
Lo último no lo sabe Rawson, que es amigo personal del jefe de Policía, y sabe “que el general Martínez no es de esos que arrean con maneador”. Desde un puesto telefónico habla con Martínez, pero éste le hace saber “que tiene órdenes de que la policía no haga fuego contra el Ejército” y espera en su despacho que venga la persona autorizada para entregarle el cargo”.
A la columna que marchaba por la avenida Alvear (Libertador) le ocurre el único y grave percance de la jornada. Al enfrentar la Escuela de Artillería a la Escuela de Mecánica de la Armada se producirá inesperadamente un combate con un saldo de 70 víctimas entre tropas, oficiales y público que acompañaba la marcha.
Nunca se aclaró bien lo ocurrido (que yace entre los legajos secretos de las FFAA).
Parece que Rawson creía que el almirante Sueyro había pronunciado a la Marina, pero el capitán de navío Fidel Anadón, director de la Escuela de Mecánica, no estaba enterado de nada y puso ametralladoras en resguardo del edificio al acercarse una tropa cuyos propósitos ignoraba.
“Parece” que el coronel Avalos, al cruzar la Escuela de Artillería, le intimó, con tono perentorio, que retirara ese armamento. Ya habían desfilado gran parte de la columna revolucionaria sin que las ametralladoras navales lo impidieran; su misión era defender un edificio de la Marina y Anadón no quería meterse en las cosas del Ejército mientras el Ejército no se metiera en las suyas.
“Parece” que la orden perentoria de Avalos lo molestó (algunos hablaron de una amenaza del jefe de tierra). Anadón ordenó abrir fuego con sus ametralladoras (el edecán de Avalos cayó muerto al lado de su jefe), y Avalos respondió con andanadas de sus cañones, quince minutos de fuego graneado, hasta que Anadón levantó bandera blanca, sea porque recibió orden de su Ministerio de hacerlo o porque haber resistido quince minutos con un puñado de marineros contra la Escuela de Artillería le pareció suficiente para dejar a salvo el decoro de la Armada.
La marcha siguió; a mediodía, la columna revolucionaria llegó a la altura del viejo Tiro Federal, donde Anaya ordenó rancho y descanso. Rawson se adelanta al Círculo Militar donde un grupo de amigos lo esperaba a almorzar (la radio informaba de la marcha revolucionaria, y daba su nombre como jefe). Después del rancho y una hora de siesta, Anaya ordena seguir la marcha.
Desguarnecida de policías, la plaza es un hormigueo de gente. Nadie sabe de qué se trata, pero la curiosidad de “ver” una revolución es mucha.
Las posiciones son discordes. Un grupo de comunistas trae un gran arco de flores con la leyenda “!Viva el Ejército democrático!”, debajo del cual esperaba que desfilen los guerreros que vienen a sacar al nazi Castillo: también intentan incendiar las publicaciones nacionalistas —Cabildo, Momento Argentino—, que defienden los jóvenes de la alianza; éstos consiguen finalmente imponerse y empiezan una destrucción constante de los ómnibus de la Corporación de Transportes.
En una esquina el general Juan Bautista Molina habla de “los fines de la revolución”. Jauretche informado de que las tropas vienen por Rivadavia (efectivamente, lo hacían las columnas de Ciudadela) ha llevado a sus trescientos forjistas de boinas blancas a la Plaza del Congreso. En la explanada de la Casa de Gobierno, que da a Rivadavia, esperan a Rawson generales y almirantes retirados de todas las extracciones: Ramón Molina, Abel Renard, coronel Pélleson, general Villanueva, Carlos Márquez, Abel Miranda. Las fotografías no registran civiles de significación.
La Embajada alemana quema sus papeles porque supone que se trata de reacción contra la neutralidad y empezará una época de hegemonía norteamericana.
La norteamericana, que reseñada, conjeturalmente, por radicales, había anunciado a Washington una “revolución democrática” para septiembre, informa ahora que el golpe militar “no se habría desencadenado” si los radicales no les hubieran asegurado “el apoyo moral del país”.
Entre quienes desconfían está Federico Pinedo, que esa tarde (del 4), pese “a la hojarasca de las declaraciones y manifiestos revolucionarios”, advirtió que “se trata de un movimiento nazi”.
Sin esperar el grueso de las tropas revolucionarias que marchaban por avenida Alvear (Libertador) y Santa Fe hasta hacer alto en las inmediaciones de la plaza San Martín, Rawson entró a las quince en la Casa de Gobierno como dueño por derecho de conquista.
Nunca había oído hablar del GOU y atribuía a su prestigio personal y buena suerte el buen resultado de la revolución. Los amigos que lo esperaban en la explanada lo recibieron con los correspondientes plácemes y con ellos subió las escaleras hasta el despacho que acababa de abandonar Castillo.
Y se sienta en el sillón presidencial.
Embarcado en el DRUMMOND, porque Fincati le aseguró su lealtad y creyó que el “pronunciamiento” de Rawson no pasaba de Campo de Mayo y sólo lo había hecho posible la ineptitud de Ramírez, Castillo no tardaría en desengañarse. Fincati era leal, pero no lo era la Marina, y ésta no se jugaría por causas ajenas. Y además perdidas.
Las noticias que llegan al rastreador no son buenas: entusiasmo en la plaza de Mayo, en el Círculo Militar, en el Centro Naval; las guarniciones del interior felicitan a Rawson.
El Drummond ancla en medio del río; su comandante, teniente de navío Piva, pide órdenes. Breve deliberación del Gabinete: dados los términos de la proclama revolucionaria algunos ministros consideran prudente refugiarse en el Uruguay.
Pero Castillo quiere volver a Buenos Aires; tiene la conciencia tranquila y puede responder de cada uno de sus actos. Se niega a que un navío de guerra argentino, que aún alza un gallardete del presidente de la República, entre en aguas uruguayas; esperará en el canal que cruce, a la madrugada, el buque de la carrera a Colonia, donde trasbordarán los ministros más temerosos.
Realizada la operación, ordena al comandante que baje el gallardete presidencial y lo deja en libertad de disponer el rumbo. Está más cerca el puerto de La Plata, y hacia él va el rastreador.
A las doce y cinco (del 5) atraca en el dock central de La Plata, donde esperan su llegada el general Diego Mason en representación del general Rawson y un grupo de oficiales de la guarnición local. No se trata del recibimiento de protocolo a un ex presidente, sino de conminarlo a que cumpla una formalidad que los militares entienden necesaria: que entregue la renuncia al cargo.
Castillo (pantalón de fantasía, sobretodo y sombrero negro) sonríe, y los acompaña al Regimiento 7. Pregunta socarronamente si debe dirigirla al Congreso; le dicen que ha sido disuelto. Entonces no la dirige a nadie. Traza dos líneas que entrega a Mason. El general le informa que está en libertad y puede disponer de su persona. Alguien recuerda que en ese mismo cuartel firmó Irigoyen su renuncia trece años atrás.
“Al fin voy a poder descansar. Hace trece años que no tengo un día de descanso.” Son las trece y quince. Su hijo lo lleva en automóvil hasta la residencia, donde recoge su familia y sus cosas.
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