En 1946, pasada la guerra, el peronismo se halla ante una doble opinión. Una primera posibilidad radica —desde el punto de vista económico— en retrotraer el país a su situación de preguerra: solidificar los lazos con Gran Bretaña, fortalecer la estructura agroexportadora, quitar toda protección a la industria “artificial”, operar una fuerte transferencia de ingresos a favor de los sectores dominantes tradicionales, ligados al agro y a la ganadería.
La otra senda, la que el peronismo decidió recorrer, era sin duda la más ardua. Se trataba de modificar sustancialmente la estructura de nuestra economía, impulsar el desarrollo industrial autónomo, liberando al país de condicionamientos externos. Se trataba de dar el salto hacia el desarrollo y la nacionalización de una economía caracterizada por una fuerte dependencia. Pero a la vez, esto conlleva una opción política: democratizar el poder con un creciente protagonismo de la clase trabajadora. Y una opción social: impulsar una elevación del nivel de vida de los sectores populares, operando una importante transferencia de ingresos hacia la clase asalariada.
La industrialización del país, profundizando la tendencia dibujada por la guerra, comenzó por el estímulo a la industria liviana, de consumo final, favorecida por la ampliación del mercado interno.
Ese primer paso —que a su vez debía crear el mercado para la industria de bases— permitió lograr altos índices de ocupación, al tiempo que resultó viable en tanto no requería una capacidad demasiado elevada.
Una crítica frecuente —y en parte certera— postula que la fuerte derivación de recursos económicos hacia la inversión social no reproductiva —vivienda, educación, salud, seguridad social— impidió el crecimiento de la industria de bases —siderúrgica, hidrocarburos— que requería una importante acumulación de capital, y que hubiera significado el definitivo despegue de la economía Argentina.
Sin embargo, es preciso no circunscribir el análisis al aspecto meramente económico. Además de las consideraciones de tipo ético que pueden sustentar las inversiones efectuadas en materia social, es necesario tener en cuenta el aspecto político.
Al optar por el camino de la industria y la transformación de la economía, el peronismo debió enfrentar un poderoso “establishment” ligado al país tradicional.
En una nación de economía eminentemente primaria, con una burguesía industrial incipiente, débil y carente de conciencia de su papel, la fuerza renovadora que encarnaba el peronismo sólo podía apoyarse en los sectores populares. En tal sentido, la promoción social de los mismos, la redistribución del ingreso y la obra emprendida en materia social, eran aspectos necesarios e insoslayables de su política, y presupuestos de su continuidad y afianzamiento en el poder.
Desde este punto de vista, es posible cuestionar la viabilidad, en la Argentina de postguerra, de un proyecto económico que centrara todo el esfuerzo en las inversiones básicas, con el olvido del estímulo al consumo y el nivel de vida popular, del gasto en servicios sociales y la redistribución del ingreso.
Podría decirse que la ecuación del poder político no permitía adoptar otro camino para un movimiento animado por la intención de cambio. A no ser que se postulara la profundización de la revolución nacional que el peronismo encarnaba, al punto de la expropiación de una porción mayor —o aún de la totalidad— de la renta agraria, con miras a financiar la industria pesada sin resentir la promoción de los sectores populares.
El peronismo no se planteó esa alternativa, como no lo hizo ninguna otra fuerza política significativa y con opción de poder. Como el mismo Perón lo diría en más de una oportunidad, se prefirió seguir el camino incruento, que evitará los enfrentamientos sociales propios de los procesos políticos más radicalizados.