A eso de las tres de la mañana llega Rawson a la Escuela de Caballería. Se ha enterado de la reunión de mandos y viene a asumir la jefatura de la revolución. Desde que llega obra como tal, y quienes quedaron en la Escuela —coroneles y tenientes coroneles— lo aceptan porque es hombre de prestigio y de excelentes prendas morales. Y sobre todo, es general.
González y su ayudante Vélez no se encuentran. La mayor parte de los miembros del GOU se han ido a cumplir sus cometidos.
Suena el teléfono. Es el general Bassi, jefe de la 1ª División (Palermo), que ha sido informado de la reunión en la Escuela de Caballería. Dice que quiere hablar con el oficial de mayor graduación de los reunidos, y Rawson toma el tubo. Se da a conocer. Bassi: “Quiero por su intermedio llamarlos a la prudencia.” Rawson: “Nuestra decisión es irrevocable, y sabemos que la sangre puede ser el precio que hemos de pagar, ya que suponemos que no nos han de recibir con flores”.
Nadie ha hablado de un enfrentamiento, ¿pero de qué otra manera —habrá pensado Rawson— puede tomarse el Poder? Es que todo es una comedia de equivocaciones: Bassi es amigo personal de Castillo y su gestión ha sido puramente personal. Las enérgicas y terminantes palabras de Rawson, a quien tienen por jefe de la revolución, demuestran a los comandantes de Campo de Mayo que no hay arreglo posible.
Poco después llega el general Ramírez, que viene, con retardo, a cumplir la misión encargada por el presidente: demorar veinticuatro horas todo apresto a fin de “arreglar el mal entendido”. Desconcierto de los comandantes, que miran a Rawson. Pero el general no acepta “la capitulación”: no hay nada que parlamentar; Castillo debe irse… y si se encontraba oposición tendría que correr sangre”.
Ramírez se desconcierta y no atina a coordinar una respuesta. Pero su sola presencia y la misión encomendada son suficientemente elocuentes. La deposición de Castillo no tiene objeto, pues no ha retirado su confianza al ministro; la noticia de su reemplazo debe haber sido un apresuramiento. ¿Se sale o no se sale? Anaya, como comandante de Campo de Mayo, pide órdenes al ministro de Guerra. Ramírez calla. “Denle otro whisky al viejo a ver si se decide”, aconseja el yerno de Ramírez, capitán Filippi, que lo ha acompañado.
“Se respiraba un ambiente recargado de humo y nerviosismo; movíanse los complotados de una habitación a otra tratando de ver el modo de convencer al ministro, que no se decidía a dar la venia para salir con la tropa”, dice Orona.
Los preparativos estaban terminados. La tropa, formada con sus armas. En los demás acantonamientos el GOU se ha movido con eficacia. Se tiene la certeza de que la 1ª División no obedecerá a Bassi; se ha conseguido que El Palomar y el Colegio Militar “jueguen de espectador”.
Sosa se ha impuesto a los oficiales de Ciudadela; Miguel Angel Montes ha convencido a su amigo, el coronel Ambrosio Vago (radical como él), que se pliegue con la Escuela de Mecánica que dirige, no obstante sus notorias simpatías liberales; los oficiales del Arsenal (que pueden anular el Departamento de Policía) han sido trabajados por el GOU.
Por su parte, Rawson ha informado que Benito Sueyro, jefe de la Flota de Mar, se ha plegado telefónicamente desde Puerto Belgrano y que ha encargado a Sabá Sueyro, director del Material de la Armada, se imponga en el Ministerio de Marina.
Será un levantamiento total de las Fuerzas Armadas. No podrá haber resistencias efectivas. Los pocos jefes legalistas han perdido el control de sus unidades o divisiones. No correrá sangre.
El ministro toma un último whisky y da la orden. Se abren los portones de Campo de Mayo y la tropa se pone en marcha con Rawson a su frente. Ramírez no quiere avalar la insurrección con su presencia y se vuelve a Buenos Aires a dar cuenta al presidente del fracaso de su gestión.
Diez mil hombres de las tres armas convergen hacia Buenos Aires desde Campo de Mayo, Liniers y Ciudadela. Son las seis de la mañana.
Castillo espera en la residencia el regreso de Ramírez. La casa se ha llenado de ministros y altos funcionarios porque la versión de que existen dificultades en Campo de Mayo ha corrido por la ciudad. Aunque nadie sabe nada en concreto.
Pasa el tiempo y no regresa Ramírez. El general Angel Zuloaga, amigo personal de Castillo, se comide a ir a Campo de Mayo “a ver lo que pasa”. Bassi, desde Palermo, ha dado informes desconcertantes: nada menos que Rawson en Campo de Mayo, y “quiere pelear”.
Castillo no puede convencerse de que sea una “revolución”. ¡Si todo estaba tan tranquilo el día anterior! Está seguro que quedará aclarado con el regreso de Ramírez. Pero por las dudas nombra al cuartelmaestre general Rodolfo Márquez jefe de la represión. La presencia de Rawson (cuya conspiración no ignora) lo tiene con cuidado.
A las cinco, acompañado de los ministros Culaciatti y Amadeo Videla, visita la división Palermo, donde el general Bassi le asegura que todo está en orden. Las palabras que telefónicamente le dijo Rawson sólo pueden tomarse como bravatas propias de su carácter; en Palermo no hay síntoma de sublevación y los oficiales y conscriptos duermen apaciblemente. Tan seguro está de que no pasa nada, que invita a los gobernantes con un café.
A poco llega Zuloaga a Palermo. Campo de Mayo está movilizado; no sabe si por gestiones de Rawson. Ha hablado con éste, que sigue resuelto a venirse sobre Buenos Aires al frente del acantonamiento, pero tropieza con el inconveniente de que los comandantes obedecen al ministro Ramírez y sin su orden no se pondrán en marcha. Ramírez, el ministro de Castillo, y no Rawson, el conspirador, es el dueño de la situación.
Son las cinco cuarenta, Castillo y los ministros se trasladan a la Casa de Gobierno. El ministro de Marina, Fincati, y el jefe de Policía, Martínez, le transmiten su lealtad. La base de El Palomar y el Colegio Militar (los focos revolucionarios del 6 de septiembre) están tranquilos, como Palermo y las guarniciones del interior, le hace saber el general Rodolfo Márquez. El único problema es la presencia de Rawson en Campo de Mayo, pero las unidades responden a sus jefes naturales. No hay cuidado.
A las siete, arriba Ramírez al despacho presidencial. De pie, e impávido como era habitual, informa que no ha podido cumplir su orden y “las tropas están saliendo de Campo de Mayo”. Castillo lo increpa; ordena a Márquez que lo arreste. Ramírez acata, y mientras Márquez lo lleva a una dependencia de la Casa dice al jefe de la represión: “La situación es grave. Rawson está dispuesto a luchar. Patrióticamente debe evitarse todo derramamiento de sangre”.
Desde media noche saben los porteños que algo pasa en Campo de Mayo, pero no ha trascendido a Palermo, ni a la Policía, ni al Arsenal, aparentemente tranquilos. Los rumores vienen de las redacciones de los diarios, y llegan a las mesas de los cafés, donde no faltan radicales o nacionalistas con relaciones en el Ejército que se dicen enterados de lo que pasa.